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Miranda: simbolismo y catarsis

Por Rafael Acevedo
En Loma Miranda convergen factores de gran contenido emocional. Un pueblo abusado por generaciones, oligarquías, gobiernos y camarillas políticas, actuando en contubernio con intereses foráneos; Que se sabe atrapado en las redes de un sistema pseudo institucional, y una partidocracia en extremo corrupta; Que carece de mecanismos de representación y participación efectivos; Que no cuenta siquiera con la defensa de los partidos y fuerzas de oposición, habituales cómplices y socios del sistema.
En el escenario, un gobernante de turno que contrasta fuertemente con los anteriores; que se parece a la gente común, y se acerca a pobres y sencillos, aunque hace poco o nada contra la corrupción reciente de personeros que exhiben su riqueza mal habida, y que desafían al propio Gobierno para que se atreva a encausarlos; un presidente que, según las mayorías, no se merecería una protesta que sí se ha ganado sobradamente el establishment. Ese pueblo tiene en Miranda una oportunidad de expresión y desahogo para su frustración e indignación acumuladas, para su sensación de indefensión e impotencia de décadas, que arriban a un momento psicológico paroxístico. Miranda se convierte en un estandarte de liberación subjetiva, que toma cuerpo en una unidad nacional de gentes que nunca han estado ni estarán jamás unidas, sino solo en eso: en una protesta de indignación, en un gran desahogo plural; porque reúne a pobres y clase medias, profesionales y gentes sencillas que solo anhelan que no les acaben de robar el agua, el sol y el verdor; que reúne a izquierdosos, ambientalistas, diletantes, nacionalistas de verdad y de ocasión, a políticos y a religiosos diversos; juntamente con personas emblemáticas, de probada vocación de servicio al país.
Del otro lado: los intereses capitalistas y mezquinos de siempre, salvajes, cimarrones y domésticos; los funcionarios y los técnicos del Gobierno, que rara vez tienen la credibilidad suficiente para casos como estos (algunos con largas secuelas de desafueros), en el que ni siquiera los organismos internacionales, ni las altas cortes, ni las honorables academias tienen suficiente idoneidad ni credibilidad.
En algún lugar poco accesible ha de existir la verdad objetiva, neutral e imparcial. Y en algún otro lugar, sagrado, ha de estar el auténtico y legítimo interés nacional. Los que a ellos tienen acceso, suelen carecer de suficiente credibilidad ante el pueblo llano. ¡Paradójica desgracia la nuestra! Gobernantes y políticos han desleído la credibilidad del Estado.
Los defensores de la preservación de Miranda difícilmente aceptarán ser convencidos de su explotación, cual que sea. Deberán cuidar su proceder el Gobierno y los políticos, porque Miranda ha devenido en un símbolo colectivo de reivindicación de la dignidad de un pueblo apabullado, que necesita saber, aunque sea por un instante, que su voluntad cuenta, que sus valores tienen sustentamiento, que no podrán imponérseles los poderosos. La lógica, el razonamiento y el entendimiento quedaron atrás. Ahora predominan las insatisfacciones aplazadas, las emociones, los símbolos y la catarsis necesaria. Oportunidad acaso irrepetible para las gentes de ganar el respeto de otros y de sí mismos. Escenario propicio para conductas extremas. ¡Cuidado, mucho cuidado!

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