Haití no es un problema interno dominicano. Es otro
país, con sus peculiaridades y tradiciones diferentes a las nuestras. Su
destino como nación le corresponde a los haitianos, no a los dominicanos. Atribuirnos
la obligación de ceder la nacionalidad a cuantos hijos de ilegales de ese país
nazcan en territorio nacional, equivaldría a ceder nuestro derecho de elegir y
ser elegidos. Lo que ensayista e historiadores han llamado con acierto el
eventual abandono de nuestra soberanía y la creación de dos naciones en el
territorio nacional con idénticos derechos.
La inmigración ilegal sobrepasa ya la capacidad del
país para asimilarla. Ha contribuido a empobrecer el empleo y reducido por igual
las oportunidades de trabajo de cientos de miles de dominicanos desplazados por
una masiva y creciente mano de obra dispuesta a aceptar condiciones laborales
inferiores a causa de su propio estatus. Los problemas de esta inmigración
incontrolada repercuten negativamente en la imagen nacional en el exterior. El
país ha sufrido por ello serios reveses en el ámbito internacional, con una
condena en la Corte Interamericana de Derechos Humanos a causa del no
otorgamiento de la nacionalidad a dos niñas hijas de ilegales haitianos nacidas
en la república. Y posteriormente, el Congreso de Estados Unidos concedió un
premio de los derechos humanos a la activista dominico-haitiana Sonia Pierre
por sus sistemáticas denuncias de maltrato a los haitianos en el país.
No se trata de un problema étnico como se trata de
hacer ver en la comunidad internacional, con la insólita ayuda de
organizaciones locales. Muchos dominicanos somos tan negros, mulatos y pobres
como los nacionales del estado vecino. Lo que está en discusión es el derecho
que asiste al país de dictar sus leyes sobre un asunto tan sensitivo como el de
la inmigración; un derecho al que no se renuncia. El Caribe
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