Nota
de la Dirección:
La
Prensa de Ahora, asume la iniciativa de dar a conocer periódicamente, de manera
parcial o total, las obras artísticas o culturales de los grupos o autores de
Bonao, contentivas de relevantes aportes a la Cultura Local y Nacional.
Por:
Héctor Bueno
Poeta, sé que te has muerto,
y que ya no eres la piedra que desafía el tiempo, ni el árbol que a pesar del
inclemente vendaval, ha sabido mantenerse enhiesto. El viento oscuro de la
muerte te has doblado, como con sus rachas de hielo, en las llanuras de Vermont,
doblaba los verdes abedules del poeta Robert Frost, y aprendía a juguetear en
su venerable barba de profeta.
Es el mismo viento que sabe
llevar a la montaña la sal de los cerezos, de la montaña al mar, y que desde tu
fresca ventana, más de una vez viste correr y ganarle la carrera a la lluvia,
despeinar como un muchacho intrépido, los dorados arrozales del Valle del
Bonao, el que al contemplar y describir Las Casas, hizo vibrar la hondura de su
alma, y en tus libros, en tu prosa transparente se entintó de primavera, de los
colores de tu poesía, y del ocre del crespúsculo.
Es el viento que desde tu
libro Marsopec, desciende a las estancias sombreadas de los patios, marcados
con puñados de cal bajo los nísperos, y en donde los niños se albergan en
ronda, y cantan el Alelimon, y el Mambrú se fue a la guerra. Poeta, es el
viento que azota tu pálido rostro, recorre el bosque, remonta la ladera hasta
alcanzar la cintura del caudaloso Yuna, del escurridizo y espumoso Masipedro,
del sombreado y borrascoso Yuboa, del arcilloso Maimón, y luego se desplaza,
por sus causes atisbados de leños silvestres y mariposas. Iluminados cauces que
cortan en dos el Valle de la Gaita, valle que la fuerza telúrica de tu prosa,
tu palabra de tejedor de
sueños, dejó al igual que la remota Comala de Juan Rulfo, la tórrida Piura de
Vargas Llosa, o el mágico Macondo de García Márquez, averado a la puerta del
mundo.
Poeta, ahora que te enlutas
con la muerte, y se acaba el perfil de tu voz, vuelve a mi memoria tu figura
bonachona y picara, tu cuerpo de muchacho grande, abrochado siempre a la
sencillez de tu camisa, a tu simple equipaje de viajero sempiterno, con el que
apremiado por la urgencia, asumías el abordaje de tu bicicleta casi humana y
solar, en la que llevabas tu recetario, tu humanidad de médico y poeta a la
puerta del pueblo. Ha sido sobre este modesto vehículo, en el que entre
agitados trompos, y multicolores pelotas de la chiquillada del barrio,
comensales de las mesas con manteles pobres, sabias cruzar con tu sonrisa grande
como la mañana, y en la que a lo lejos, muchas veces te vimos perderte de
espaldas, entre el infinito claro oscuro del atardecer.
Te imagino en la medianoche,
bajo las dilatadas bombillas de la plaza, cuando leías a Darío, a Bécquer, a
Shakespeare, a Homero, a Platón, a Dumas, a Víctor Hugo, a Moreno Jiménez, a
Mieses Burgos, a Incháustegui Cabral, y de paso junto a tu estampa, y a tu buen
gusto de conversador, junto a tu febril devoción por la bohemia, apurabas de un
solo trago, tu copa rebosada con la esencia de los ríos de la Patria, con sus
furtivas madrugadas, y con sus tupidos bosques de altos cerros.
Poeta, ahora que estás
tendido como una espiga muerta, vengo a poner mi canto contra tu herida, la
alegría contra la tristeza, la luz contra la noche, y a preguntarte qué has
hecho para acabarte, y qué para volver a nacer. Tiraste los dados de la vida y
la muerte, y ganaste la vida, la eternidad de la palabra. Vivirás en los
personajes de tus libros, en el maestro sencillo, en el boticario, en el contemplador
de amaneceres, en la tempranera cortadora de flores, en el trasnochador, en el
confeso predicador, en el pícaro, en la gente cotidiana que se universalizó en tu
poesía, en tu acabada prosa.
Ahora el viento aleve, el
que doblaba abedules y sabía quemarse la boca en la sal de los cerezos, ganarle
la carrera a la lluvia, y recorrer los viejos causes, repletos de leños
silvestres y mariposas, como tú se ha ido.
Descansa en paz tallador de
luceros, en este tránsito de la muerte a la memoria, de la noche al encuentro
con la luz. Reclina tu cabeza en el recodo perdido del valle que hizo vibrar su
hondura en el alma de Las Casas, y que tú diste en llamar el Valle de la Gaita.
Descarga tu liviano equipaje de viajero sempiterno, y tu bicicleta humana y solar.
Duerme ahora, hasta que estallen los fuegos de la eternidad.
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