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Escape del infierno y el extraño caso de Cenona Mosquea Fuerte

Por Edelvis García Herrera
En la oscura carretera de Los Quemados, cuando Eusebio atropelló a una mujer con su “niña”,  prosiguió su marcha veloz e indolente; y al llegar a su vivienda, descubrió la ausencia de Cenona y Patricia. Entonces buscó por todos los rincones, e impotente lanzó un grito de angustia. Una nota reposaba en la mesa, pero parece que no la vio.
Minutos más tarde, con dificultad, se trepó en el árbol de aguacates, y nerviosamente ató la gruesa soga en su cuello. De pie sobre una de las ramas miró a la redonda; luego pidió perdón a Dios por la descabellada y cobarde decisión que tomaría. Por momentos algunas ideas que lo hacían vacilar se le asomaban en su cerebro: ¿Adónde iría después de la muerte? ¿Se la  pasaría  en un fuego eterno, y clavado por los tridentes del diablo, o en un aburrido  limbo?
Tal vez el temor no era el suicidio sino la incertidumbre de no saber qué le deparaba después de... Pero si le llenaba de espanto la evocación del infierno, más lo atormentaba el pensar que podía reencarnar en algún perro viralatas, o en un cerdo y que terminara en una cena navideña pues recordó que en una de sus borracheras Meco había hecho alusión al tema de la reencarnación.
Eusebio se encontraba en un lugar muy apartado del bosque; y un nuevo ingrediente se le agregaba a su ya turbada mente: si ahí moría, solito en alma, como él pensaba, ¿quién encontrarían su cadáver para darle sepultura? ¿Se descompondría para luego ser consumido por las aves de carroña?
Habiendo sido un devoto católico y monaguillo en su adolescencia, aprendió sobre el  trato dado por la Iglesia al tema de la muerte, algo visto como un misterio; y era de gran importancia separar a los finados de los dolientes y de la comunidad; que el alma se fuera alejando del mundo de los vivos; igual de útil era el rito de la defensa con la señal de la cruz, la incursición y el agua bendita, además de la purificación del cadáver a través de su lavado.
Eusebio recordó que la muerte era un viaje que debía equiparse con el crucifijo, el rosario, el agua bendita, el café y las velas para que el trayecto estuviera iluminado y poder llegar a su destino final, pues de no ser así, el alma podría extraviarse y  vagar sin encontrar la paz eterna. Pero ¿quién le colocaría las flores que anticipa el soñado paraíso? ¿Habría flores en su ataúd y  en el altar que se improvisa durante los nueve días de ritos y cantos por el feliz viaje del extinto?
-¿Qué paraíso me espera?-se preguntó con voz estropajosa-¡Ninguno! El que se quita la vida va derechito pa`l infierno… ¡ Ayy;  me moriré de sed en el camino!… ¡No, no! Mejor dejo eso…A mi familia que me perdone por haber sío irreponsable; pero quitándome del medio no creo que pueda encontrarme con ella  en el Cielo.
Al reflexionar, Eusebio comenzó a desatarse la soga; sin embargo,  en un paso, dado en falso, el infeliz se precipitó velozmente al vacío y sólo se escuchó un “Aaayyyyy Dios míiiiooooooooooo!”
Ya en el hospital, y con las dos piernas rotas, abrió los ojos. Frente a él estaban su adorada hija Patricia; Cenona, su mujer,  y unas tías. Pensó que estaba en el paraíso junto a ellas. Lloró. Abrazó a su familia y prometió ser solidario siempre.
-¿No leite ei papelito que te dejé en la mesa?-preguntó Cenona-Te dejé dicho que había ido al hopitai porque Patricia taba afiebrá; creía que era dengue…
Por otro lado, Julia, una pintoresca  demente de Bonao,   se encontraba justo al lado de Eusebio, recuperándose  poco a poco de la herida de  cuarenta y pico de puntos que surcaban su cabeza, lamentando no tener noticias de quién la había atropellado ni del paradero de la muñequita que le acompañaba la noche del accidente.











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