Por
Edelvis García Herrera
Minutos
más tarde, con dificultad, se trepó en el árbol de aguacates, y nerviosamente
ató la gruesa soga en su cuello. De pie sobre una de las ramas miró a la
redonda; luego pidió perdón a Dios por la descabellada y cobarde decisión que
tomaría. Por momentos algunas ideas que lo hacían vacilar se le asomaban en su
cerebro: ¿Adónde iría después de la muerte? ¿Se la pasaría
en un fuego eterno, y clavado por los tridentes del diablo, o en un
aburrido limbo?
Tal
vez el temor no era el suicidio sino la incertidumbre de no saber qué le
deparaba después de... Pero si le llenaba de espanto la evocación del infierno,
más lo atormentaba el pensar que podía reencarnar en algún perro viralatas, o
en un cerdo y que terminara en una cena navideña pues recordó que en una de sus
borracheras Meco había hecho alusión al tema de la reencarnación.
Eusebio
se encontraba en un lugar muy apartado del bosque; y un nuevo ingrediente se le
agregaba a su ya turbada mente: si ahí moría, solito en alma, como él pensaba,
¿quién encontrarían su cadáver para darle sepultura? ¿Se descompondría para
luego ser consumido por las aves de carroña?
Habiendo
sido un devoto católico y monaguillo en su adolescencia, aprendió sobre el trato dado por la Iglesia al tema de la
muerte, algo visto como un misterio; y era de gran importancia separar a los
finados de los dolientes y de la comunidad; que el alma se fuera alejando del
mundo de los vivos; igual de útil era el rito de la defensa con la señal de la
cruz, la incursición y el agua bendita, además de la purificación del cadáver a
través de su lavado.
Eusebio
recordó que la muerte era un viaje que debía equiparse con el crucifijo, el
rosario, el agua bendita, el café y las velas para que el trayecto estuviera
iluminado y poder llegar a su destino final, pues de no ser así, el alma podría
extraviarse y vagar sin encontrar la paz
eterna. Pero ¿quién le colocaría las flores que anticipa el soñado paraíso?
¿Habría flores en su ataúd y en el altar
que se improvisa durante los nueve días de ritos y cantos por el feliz viaje
del extinto?
-¿Qué
paraíso me espera?-se preguntó con voz estropajosa-¡Ninguno! El que se quita la
vida va derechito pa`l infierno… ¡ Ayy;
me moriré de sed en el camino!… ¡No, no! Mejor dejo eso…A mi familia que
me perdone por haber sío irreponsable; pero quitándome del medio no creo que
pueda encontrarme con ella en el Cielo.
Al
reflexionar, Eusebio comenzó a desatarse la soga; sin embargo, en un paso, dado en falso, el infeliz se
precipitó velozmente al vacío y sólo se escuchó un “Aaayyyyy Dios
míiiiooooooooooo!”
Ya en
el hospital, y con las dos piernas rotas, abrió los ojos. Frente a él estaban
su adorada hija Patricia; Cenona, su mujer, y unas tías. Pensó que estaba en el paraíso
junto a ellas. Lloró. Abrazó a su familia y prometió ser solidario siempre.
-¿No
leite ei papelito que te dejé en la mesa?-preguntó Cenona-Te dejé dicho que
había ido al hopitai porque Patricia taba afiebrá; creía que era dengue…
Por
otro lado, Julia, una pintoresca demente
de Bonao, se encontraba justo al lado
de Eusebio, recuperándose poco a poco de
la herida de cuarenta y pico de puntos
que surcaban su cabeza, lamentando no tener noticias de quién la había
atropellado ni del paradero de la muñequita que le acompañaba la noche del
accidente.

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